El mes del orgullo LGBTIQ+ es uno de los tiempos del año que, sin duda, más emoción me carga. Es algo inexplicable, pero pareciera (y es literal), que una llama se encendiera en mi cada año cuando la Marcha LGBTI de Bogotá se acerca y con ella, todas las actividades, políticas o no, que emergen de la nutrida y caótica capital de nuestro país. Con extrañeza, pero, a la vez, con firmeza, la ciudad se viste multicolor para recibir a propias, propios y foráneos que la ven como el territorio del país donde se puede ser.
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Y aunque lo notorio se da en el espacio público, muchas personas aún lejanas de las movilizaciones (ya que son varias), deciden simplemente volver a lo simple de su hogar, salir de rumba o pegarse una rodadita al Huila o Tolima para festejar las fiestas de San Pedro y San Pablo al calor de un bambuco, lechona y aguardiente Tapa Roja.
Pero bueno, este activismo ¿solo se expresa en lo público? ¿Acaso no existen otras formas de romper con las cadenas del patriarcado y detonar pequeñas victorias en los espacios privados? ¡Yo digo que sí! De hecho, algunas formas convencionales o no, dan cuenta de la posibilidad para transformar desde lo cotidiano y no se imaginan lo profundo de su efecto. El hecho de tomarse el tiempo para escribir, publicar historias reales, testimonios, luchas sociales, alegrías de ser quien eres, ayuda a humanizar y desmontar prejuicios. Hacer procesos de autocrítica, revisar si desde nuestros lugares comunes reproducimos imaginarios nocivos para los derechos humanos, permite iniciar cambios al interior de nuestros corazones. Educar desde el amor, no desde la imposición, crea canales transformadores al interior de las familias o los amigos que no necesariamente conocen las vivencias propias o cercanas.
Comprar local y apoyar emprendimientos abiertamente LGBTI, hacen del consumo una práctica consiente que, sin duda, marca la diferencia. Y bueno, en un plano más arriesgado pero viral, defender a través de un post, imagen o comentario las agendas de la diversidad sexual, reinicia vidas y cambia mentes en este mundo virtual de las redes sociales.
Aunque potentes, sin duda, el activismo como práctica política se ha expresado por muchos años de estas formas. Sin embargo, en días pasados mientras orinaba reflexioné como una acción tan íntima podía también romper con estructuras profundamente machistas y rígidas. Cuando decidí orinar sentado, mi vida cambió. No fue de la noche a la mañana. No fue por comodidad ni por higiene, aunque gané en ambas. Fue una decisión consciente, casi ritual, que me ayudó a desmontar el macho que llevo dentro y, de alguna forma, iniciar el cuidado de mi próstata. Ese macho que me enseñaron a sostener desde pequeño: fuerte, firme, de pie, inamovible, “echao pa´lante y escondiendo las nalgas”. Ese que en la cultura dominante siempre tiene que “tomar su lugar” con fuerza y ocupar espacio, incluso en el baño o en cualquier poste de la ciudad como amo y señor de la ciudad sin pensar siquiera en el bienestar de quienes pasan por allí y deben aguantar los fuertes olores a amoniaco.
Orinar sentado puede parecer trivial para muchas y muchos; pero, en un mundo atravesado por normas de género impuestas, cualquier gesto que cuestione el mandato masculino tradicional es profundamente político. Es, en mi caso, un acto de disidencia suave pero firme. Un momento diario en el que decido bajarle el volumen al patriarcado que me habita y tener una mejor relación con el inodoro que puede ser usado con todas las garantías de limpieza por otra persona.
Porque sí, orinar sentado me ha devuelto algo que no sabía que tenía reprimido: la posibilidad de elegir cómo habitar mi cuerpo con libertad, sin rendirle cuentas a la hombría generalizada y que desde los orinales (creados para reforzar la idea de los hombres firmes), miran con desdén a aquellos hombres que se sienten intimidados a orinar en compañía de otro hombre. De pronto mi cuerpo dejó de estar en guerra con la idea del control, del poder, del “hombre de verdad” que nunca muestra debilidad ni se permite gestos que no estén cargados de testosterona.
En síntesis, este gesto no es solo corporal, es simbólico. Porque los gestos también hablan, y el mío habla de orgullo; precisamente en este mes del Orgullo, quiero reivindicar que no todos los actos de resistencia ocurren en las marchas o en las pancartas. Hay actos silenciosos, privados, cotidianos, que también transforman el mundo. Pequeñas revoluciones en los cuerpos, en la forma de amar, de llorar, de hablar o, en mi caso, de orinar.
Orgullo no es solo ser visible en el espacio público: es también abrazar las formas en que nos reconstruimos por dentro. Es desafiar la violencia simbólica de los roles de género, incluso cuando nadie nos ve. Orgullo es resistir desde tu espacio, desde el cuarto, desde la cama, desde el baño, desde el inodoro.
Hoy en día no me interesa ser un hombre más fuerte, más macho o más draconiano. Me interesa ser un hombre más libre, más consciente y más en paz conmigo y mi entorno. Y como diría Karol G con Manu Chau en su nuevo trabajo musical: “… y no, no es existir, es sentirse vivo. Voy a gozar la vida mientras respiro”. Por eso, orinar sentado no es un retroceso ni una debilidad. Es una victoria frente a ese macho que me enseñaron a ser y que hoy abrazo, cuestiono y resignifico. Reivindico el derecho a una masculinidad blanda, vulnerable, amorosa, a veces contradictoria, pero siempre honesta. Y sí, también sentada.
Este Orgullo que, además de salir a marchar, me hace sentir bien sabiendo que mi cuerpo ya no es un campo de batalla de imposiciones. Que la rebeldía también está en los gestos simples. Que la disidencia, la insubordinación y la digna rabia no siempre gritan: a veces se sientan, respiran y orinan con dignidad.