Cualquier ser humano que decide ponerse guayos, camiseta y pantaloneta, y resuelve que durante más de una hora va a correr con amigos, conocidos o completos extraños detrás de una pelota para intentar hacer goles —o evitar que se los hagan—, dice: “voy a jugar al fútbol”. Eso: jugar. El fútbol es, ante todo, un juego. Un partido de fútbol en una calle, con cuatro piedras por arco, o en El Campín, con más de 25 mil personas que pagan una boleta para verlo, es, antes que nada, un juego. Nadie dice “voy a trabajar un partido de fútbol” o “voy a desarrollar un partido”. Todos vamos a jugar al fútbol, y el juego, por definición, tiene alegría, risas y burlas.
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Se juegan picados en Colombia, pichangas en Perú y Chile, y —un término que me encanta— caimaneras en Venezuela. Siempre se juega. Todos los futbolistas de alto nivel empezaron jugando al fútbol.
La mayoría de los jugadores —espero— disfrutan de su trabajo. No voy a decir que solo es un juego —para nada—. Los profesionales de este deporte se juegan mucho partido a partido. Sin embargo, a la mayoría se les ve sonreír y disfrutar una vez empieza el juego. Son famosos —por lo extraños— aquellos casos de personas que hacían cara de tragedia cuando jugaban al fútbol. Es mucho más fácil encontrar jugadores que sonríen, por más difícil y complicado que sea el juego.
Comento todo esto porque el fútbol se está volviendo —o lo quieren volver unos pocos— un asunto terriblemente serio donde es imposible reírse. Parte del encanto del juego es ganar, y si se puede molestar al rival, es mucho más divertido. El fútbol enseña a soportar esas cargadas que permanentemente aparecen en la cancha. Siempre recuerdo que, cuando alguien hacía un túnel en el colegio, las carcajadas y los gritos eran inmediatos, y la víctima no tenía más que seguir jugando como si nada. Gambetas, taquitos, amagues y cualquier otra habilidad dentro del campo se hacían para sacar ventaja, o simplemente por el placer de molestar al rival, que en épocas escolares era seguramente un amigo.
Una de las palabras más usadas en este nuevo fútbol es “respeto”. Dice Valdano que al rival se le respeta con goles. Parece que ahora marcar más de los “habituales dos goles” puede ser un irrespeto. Seguramente alguien escribió que el Bayern de Múnich le faltó al respeto al Auckland City porque le empacó 10 goles en el Mundial de Clubes. Hacer cualquier jugada que ridiculice al rival —como el túnel del colegio— puede ser considerada una falta de respeto por el jugador menos hábil. Más grave aún: el habilidoso puede ser amonestado porque, según una nueva interpretación, eso sería “irrespetar al rival” o —como me dijo una árbitra en un avión— “una infracción al espíritu del juego”. Eso, ni en un partido de ajedrez.
Pelé, Maradona, en Colombia Willington Ortiz o la Gambeta Estrada, se cansaron de hacer tacos, túneles y demás florituras para deleite del público y, por supuesto, desespero de los rivales, muchas de estas florituras absolutamente inútiles. A estas figuras nunca se les discutió su atrevimiento. Es más: ningún inglés dijo nada por el primer gol con la mano que les hizo Maradona en el Mundial, o al menos no dijeron que era una falta de respeto; gritaron que era mano. Mucho menos por el segundo, que fue realmente humillante y los dejó tirados en la cancha.
Ver jugar a Ronaldinho es —o era— un placer por dos razones: sonríe —y esa sonrisa deja claro que está jugando—, pisa la pelota, mira a los rivales y los deja desparramados, muerto de la risa, sin que sepan por dónde pasó el brasileño… o la pelota. A nadie, ni al árbitro ni al jugador víctima de la gambeta, se le ocurre decir que lo está irrespetando. Mucho menos amonestarlo con tarjeta amarilla.
Lo más que puede pasar —y es parte del juego— es que un rival humillado decida tomarse la justicia por cuenta propia y lo patee. Ahí sí, claro, el agresor será amonestado. Me parece que parte del encanto de estas jugadas es precisamente eso: que el rival pierda los papeles.
No puede ser que el fútbol se convierta en una operación seria. El fútbol, por definición, no puede ser otra cosa que un juego. Pagan mucho, se mueven cifras alucinantes y, para algunas personas, representa casi lo único que tienen en la vida. Pero lo que no puede pasar es que un partido ya no sea un lugar donde los jugadores —de cualquier categoría— se rían y molesten a sus rivales gracias a su habilidad.
Otro aspecto que, al menos a mí, me resulta odioso es que los jugadores que marcan un gol a uno de sus antiguos clubes decidan no celebrarlo “por respeto”. No creo —como dice un sempiterno periodista con cara de úlcera gástrica— que les paguen por celebrar. Les pagan por hacer goles. Que los celebren o no es otra cosa. No entiendo cómo un jugador que acaba de marcar un gol, en cualquier escenario futbolero, se quede quieto. Celebrar un gol es lo más emocionante de este lindo juego.
El tema del respeto, como todo en esta sociedad llena de buenismos y correcciones políticas, es desesperante. Todo puede ser considerado una falta de respeto, y esa “falta de respeto” empieza a ser sancionada por los árbitros. No se puede seguir por esa senda: si lo hacemos, todos los partidos terminarán 2-1, con goles celebrados a media voz y sin ninguna jugada que nos haga reír.
El fútbol es un juego.