“Eso fijo es drogadicto, organiza orgías con sus amigos, se la pasa enrumbado y, además, aprovecha su cargo para politiquear, ser corrupto”; “…es adicto, no puede salir a rumbear sin andar como zombi”; “…su vida no es como lo pinta en sus redes: su vida es un desorden, las personas que trabajan con él son sus amantes”; “…yo lo he visto drogarse en el baño de la oficina y hasta tener sexo cuando cierra la puerta”; “…se la pasa borracho en su trabajo”.
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Así es la naturalización que algunas personas hacen de mí: una vida de excesos, de desenfreno, de locura permanente, de bacanales y de abuso de autoridad e, inclusive, de ilegalidad. Lo cierto es que aunque el rumor es parte de la vida de un servidor público (cuando lo fui), es claro que muchas de las afirmaciones giran en torno a las mentes retorcidas, acomodadas y frustradas de algunas personas que, como dice el adagio popular: “no me odian; solo quieren ser como yo, tener lo que yo tengo y ver cómo lo logré primero”.
Pero en el fondo, ¿es la nuestra, una sociedad que basa sus argumentos en el rumor, el imaginario o en la mente perturbada de algunas personas para aseverar asuntos que le atañen a la vida privada de las y los demás? y ¿de una u otra manera, ese rumor termina proliferando ideas nocivas y posturas moralistas que arruinan, anulan y perpetúan dogmas sobre la vida ideal? La respuesta es más que obvia, sobre todo, cuando se trata de murmullos o chismes (como realmente se llaman) que se dirigen hacia personas de los sectores LGBTIQ+. Pareciera que la complejidad, el morbo, la saña, la sevicia, se exacerban y nos ubican en un lugar poco privilegiado que da como cierto e infalible el comentario solo por el hecho de ser lo que somos; a muchas personas (inclusive personas LGBTIQ+), no les cabe duda que los gais, por ejemplo, somos poco dignos de ser padres, formar familia o tener algún tipo de espiritualidad. Y es que en el top 10 de esos prejuicios que nos afectan como hombres, van desde poner en duda nuestra masculinidad, pasando por una vida promiscua y aberrada, hasta ser potencialmente violadores.
Y aunque nuestro panorama es algo desalentador, también es cierto que en la carrera del prejuicio, a quienes les va de lejos mucho peor es a las personas trans. Ya lo hemos analizado de sobra: todas las barreras, los obstáculos, la exclusión y hasta la muerte son parte de su vida diaria. Son muchas las personas que no logran superar los 35 años (media de vida para las personas trans) que, aunque impensable en un mundo contemporáneo, lo cierto es que, en los datos oficiales y no oficiales, sus nombres retumban en la memoria de sus familiares y personas cercanas que intentan, con justa rabia, no dejar que sus crímenes queden impunes mientras la sociedad indolente hasta burlas hace de su muerte.
Y muchas y muchos se preguntarán, ¿acaso el prejuicio basado en imaginarios mata? ¡Claramente! El prejuicio ha llevado a muchas personas LGBTIQ+ a la tumba porque convierte ideas falsas, mentiras, imaginarios distorsionados y estereotipados en la justificación perfecta para excluir, violentar y asesinar a personas como yo. El prejuicio se convierte en el dispositivo más potente que establecen niveles sociales para definir quién merece respeto y quién no. Los prejuicios matan porque crean realidades, no solo desde el pensamiento, sino patrones culturales que establecen normas (países donde aún es un delito ser homosexual), acciones o la manera como se priorizan las políticas estatales a favor de la igualdad. En concreto, nos matan con violencia directa, con negligencia institucional, por exclusión social y económica, con discursos de odio; nos matan por el hostigamiento y los problemas en la salud mental que desencadena; nos matan por la deshumanización de nuestras identidades: siempre inferiores y poco normales.
Sin embargo, desde ese abismo también es cierto que ha nacido la fuerza para impulsar cambios. Por ello, es clave conmemorar la vida de esos activismos, de las personas trans que, aunque no nos acompañan en este plano, han dejado un legado increíble para nuestro país en materia de derechos para las personas LGBTIQ+, pero sobre todo, para sus hermanas y hermanos trans.
Como olvidar a Diana Navarro Sanjuán, una mujer de una altura considerable que, con su presencia robusta, enérgica y argumentos firmes e implacables, desencadenaba sentimientos de admiración y templanza. Se definía como “negra, marica y puta” y su lucha hacía honor a sus palabras: siempre sus hermanas trans, sobre todo, las vinculadas a las actividades sexuales pagas eran la prioridad en sus acciones. Amada y hasta odiada, pero siempre vigente en el barrio Santa fe al que llegó por allá en 1987 aproximadamente, fue clave en decisiones tan importantes como la creación y puesta en marcha de la Política Pública LGBTI de Bogotá.
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Grace Kelly Bermúdez, oriunda de Tocaima y reina innata del bambuco, llegó a Bogotá a enaltecer el arte trans y aunque su trayectoria estuvo marcada entre los escenarios y su trabajo de enfermería, su nombre retumbó en los pasillos de la Alcaldía Mayor de Bogotá cuando presentó una acción de tutela porque una entidad del distrito se negó a contratarla por no tener la libreta militar. Luego de contar con la revisión de la Corte Constitucional, la sentencia proferida sentó un precedente importante al reconocer que las mujeres trans no deben ser obligadas a presentar este requisito, que solo puede ser aplicable a los hombres cisgénero (hombres que se identifican con el sexo biológico asignado al nacer).
Y, por último, y en prejuicio de dejar por fuera a muchas e importantes activistas, quiero honrar la memoria de Lindsay Valieren Salazar a quien Diana Navarro me presentó en un recorrido en el barrio Santafé por allá en el 2012, una mujer que describí siempre como “intensa” pero con un corazón entrañable. Sus mensajes llenaban mi celular a diario con mil solicitudes y quejas, pero también recibía su cariño y regalos el día del padre, pues así me llamaba. Con su jerga particular y curvas pronunciadas, llegaba a mi oficina sin previo aviso cuando lograba sacar tiempo de su almuerzo para preguntarme y obtener consejos de cómo llevar mejor su vida. Logró, a pesar de encontrarse con todos los obstáculos, graduarse de psicología, adelantar su posgrado, muchos diplomados y hacer parte de la planta de la Secretaría de la Mujer de Bogotá que, aunque era una entidad recién creada, aprendió del ensayo y error sobre cómo garantizar un ambiente amoroso y seguro para Valieren.
Su muerte me tomó por sorpresa; al igual que mi padre, fue producto del terrible COVID-19 en 2020; no tengo más que una foto a su lado, pero si, un montón de charlas y momentos vividos (duros y alegres) que me permiten hoy mencionarla en este texto.
Para ellas mi admiración y gratitud infinita, me enseñaron de la valentía y honor de ser quienes fueron; de entender que siempre la crítica y el rumor estará presente por lo que quieres y por lo que no quieres; por lo que eres, por lo que no y hasta por lo que creen que eres; por lo que dijiste y hasta lo que vas a decir. Pero nada de esto importa para ser feliz, porque al final solo tú sabes quién eres.